Por Beatriz Guillén
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“Ocurre, pues, que cada elemento químico le dice algo a cada uno (a cada cual una cosa diferente), igual que pasa con los valles o las playas visitados durante la juventud”. Esta afirmación define —y pertenece— al mejor libro de ciencia jamás escrito. El sistema periódico es una de las últimas obras de Primo Levi (1919 – 1987), químico, superviviente de Auschwitz y escritor. Por ese orden invariable. En 2006, la Royal Institution distinguió su libro por delante de los trabajos del ecologista Konrad Lorenz o de los cuadernos a bordo del Beagle de Charles Darwin. Este galardón, aun siendo más simbólico que práctico, es un premio a la pasión incurable por la ciencia.
Levi escribió El sistema periódico en 1975, tres décadas después de dejar de ser en un campo de concentración, 12 años antes de morir en el edificio de Turín en el que también nació. El libro está compuesto por 21 capítulos de historias personales a las que atribuye y relaciona con un elemento químico. El título es la metáfora. El propio escritor describe en el último capítulo (Carbono) el propósito de la obra: “Éste no es un tratado de química. (…) Es, o habría pretendido ser, la historia de un oficio y de sus fracasos, triunfos y miserias (…) ¿Qué químico, ante la tabla del Sistema Periódico o los índices monumentales del Beilstein o del Landolt, no reconoce, desperdigados por ellos los harapos o los trofeos del propio pasado profesional? No tiene más que hojear un tratado cualquiera y los recuerdos surgen a racimos”.
La Royal Institution otorgó el título de mejor libro de ciencia mediante una votación informal: el público presente en un evento en el Imperial College eligió, a partir de una lista de obras científicas, cuál consideraba mejor. Este carácter ha dado pie a algunas críticas: El sistema periódico no es estrictamente un libro científico, incluso dos de sus capítulos son mera ficción, algo que parece incompatible con la ciencia. La química tiene importancia en el libro, pero, en muchas ocasiones, aparece de forma tangencial. Sin embargo, la química fue a la que Levi dedicó prácticamente toda su carrera profesional y también la que le salvó la vida. El sistema periódico es la historia de esa salvación, prolongada a lo largo de las páginas y los años.
LA QUÍMICA CONTRA MUSSOLINI
Levi apoya su existencia en esta rama desde que la descubre con la obstinación de los 16 años: “Para mí la química representaba una nube indefinida de posibilidades futuras. Esperaba, como Moisés, que de aquella nube descendiera mi ley y el orden en torno mío, dentro de mí y para el mundo”. Desde el principio, cuenta el italiano, la química se convierte en su escudo contra el fascismo de Mussolini; contra la segregación de razas, la marginación de los judíos; contra la supremacía del espíritu y el dogma frente a la materia y el pensamiento. “Confluían mi necesidad de libertad, la plenitud de mis fuerzas y el hambre de entender las cosas, todo lo que me había empujado hacia la química”, describe.
En uno de los primeros capítulos, el Zinc, Levi aprovecha el comportamiento de este elemento (“dócil” ante la fusión con otros ácidos, pero “resistente al ataque” en estado puro) para sacar otras conclusiones: “Para que la rueda dé vueltas, para que la vida sea vivida, hacen falta las impurezas. Hace falta la disensión, la diversidad, el grano de sal y de mostaza. El fascismo no quiere estas cosas, las prohíbe, y por eso no eres fascista tú; quiere que todo el mundo sea igual, y tú no eres igual”. El escritor termina vinculándose con este elemento: “Yo soy la impureza que hace reaccionar al zinc, soy el grano de sal y de mostaza. Justamente por aquellos meses se iniciaba la publicación de La Defensa de la Raza, se hablaba muchísimo de pureza, y yo empezaba a sentirme orgulloso de ser impuro”.
Por entonces, Levi estaba en el Instituto Químico de Turín donde estudiaría hasta 1941: “Si buscaba el puente, el eslabón que faltaba, entre el mundo de los papeles y el mundo de las cosas, no tenía necesidad de ir muy lejos a buscarlo: estaba allí, en aquellos laboratorios nuestros llenos de humo, y en nuestro futuro oficio”.
DE LA CÁRCEL A AUSCHIWITZ
El libro avanza siguiendo el avance de Hitler en Europa: desde la dificultad extrema de Levi para conseguir su diploma de Químico por las leyes racistas; su decepción personal por sacar níquel de una mina dirigido a la producción de armas alemanas; el imposible amor con una compañera cristiana, hasta los tres meses que intentó luchar como partisano y que le llevaron, irremediablemente, a la cárcel. El punto de no retorno, su puente a Auschwitz.
Levi solo dedica un capítulo al campo de concentración, puesto que eso es algo que ya ha contado en otra parte, según sus palabras. Llegó al infierno con más de 600 judíos italianos, él fue uno de los veinte que salieron de él. Su suerte tuvo nombre de elemento químico: Cerio. Y nombre de compañeros: Alberto y Lorenzo. Gracias a sus conocimientos científicos,Levi es destinado a un laboratorio de la I.G. Farben que se dedicaba a producir goma Buna. Eso le permitió evitar los trabajos forzados y el frío escalofriante de Polonia. Además, le permitió robar cuarenta cilindros de cerio, de las que se podía sacar tres piedras de mechero acabadas. “Una piedrecita de mechero se cotizaba lo mismo que una ración de pan, es decir valía tanto como un día de vida. En total, ciento veinte piedrecitas, dos meses de vida para mí y dos para Alberto. Y en dos meses los rusos habrían llegado y nos liberarían. O sea, que nos habría liberado el cerio, elemento acerca del cual no sabía nada”.
Todas estas incursiones vitales, Levi las mezcla con explicaciones sobre el comportamiento de las moléculas, sobre la destilación del benceno. Cuenta al lector que el sodio es un metal “degenerado”, es decir, que solo lo es en el sentido químico de la palabra, porque no es rígido, no brilla y flota sobre el agua. Afirma que el amianto se extrae mal cuando está mojado de lluvia, y por eso el pluviómetro era un elemento muy importante en la mina. Detalla sus infructuosos trabajos con el fósforo para tratar la diabetes. Concluye su obra con la aventura ficticia pero verosímil de un átomo de carbono que finaliza su recorrido en una de las células de su cerebro encargadas de escribir: “Es la célula que en este instante está guiando esta mano mía para que imprima sobre el papel este punto: éste”.
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