Una colaboración especial de J. Adolfo de Azcárraga
Presidente de la Real Sociedad Española de Física. Profesor emérito de la Univ. de Valencia y miembro del IFIC (CSIC-UV)
Newton, Darwin y Einstein son, seguramente, los más grandes científicos de la historia. También cabe mencionar a James Watson y Francis Crick por descifrar en 1953 la estructura del DNA, cuya fundamental importancia para copiar el material genético “no les pasó inadvertida”, como no olvidaron puntualizar. Y en un plano muy diferente, no estrictamente científico, se encuentra el físico Timothy Berners-Lee por crear en 1989 en el CERN la world wide web, que ha producido una transformación social mucho más profunda que la originada por Gutenberg en el s. XV. Todos ingleses, por cierto, salvo el estadounidense Watson (pero que trabajó en Cambridge), y Einstein, alemán de nacimiento aunque renegó de su nacionalidad. Einstein se encontraba fuera de Alemania cuando Hitler tomó el poder en 1933 y ya nunca regresó a ella. Dos años antes se había publicado en Leipzig el libro Cien autores contra Einstein, ante el que comentó: “si estuviera equivocado, con un solo profesor bastaría”. Y, en mayo de 1933, en autos de fe con portadores de antorchas, sus libros ardieron junto con los de muchos otros autores, sobre todo judío.
Suele creerse que los descubrimientos de Einstein fueron sólo de naturaleza teórica; ciertamente, es el físico teórico por excelencia. Sin embargo, también han generado incontables aplicaciones prácticas, pues a toda revolución conceptual le sigue siempre una gran revolución tecnológica, algo que deberían recordar quienes insisten en que la investigación debe ser ‘práctica’. El “muy revolucionario” trabajo sobre el efecto fotoeléctrico de 1905, la gran contribución de Einstein a la naciente física cuántica y la razón de su Nobel, es la base de incontables aplicaciones. Pero la imaginación popular siempre ha vinculado a Einstein con la relatividad. En 1905 (su Annus Mirabilis) desarrolló la Relatividad Especial, que resulta imprescindible cuando intervienen velocidades muy grandes, comparables a la de la luz, donde la mecánica de Newton ya no es adecuada. Sus consecuencias (E=mc² aparte) son muy profundas, pues la relatividad modifica el carácter absoluto y separado del espacio y del tiempo newtonianos, que en ella se funden en un único espaciotiempo. Como señaló en 1908 Hermann Minkowski, antiguo profesor de Einstein en el Politécnico de Zúrich, “sólo esa unión retiene una entidad independiente”. Más aún: la ‘fuerza’, base de la mecánica de Newton, acabará cediendo su protagonismo en favor del ‘campo’. El nombre de ‘relatividad’, sin embargo, es poco feliz: la teoría resalta lo que es invariante bajo ciertas condiciones, las leyes físicas, que por tanto (y afortunadamente), no son ‘relativas’. Ortega y Gasset –que acompañó a Einstein en su visita a España en 1923- apreció enseguida este aspecto. El propio Einstein utilizó ocasionalmente Invariantentheorie, pero ya era tarde para cambiar el nombre de ‘relatividad’, ya establecido.
Sin embargo, la obra cumbre de Einstein, cuyo centenario celebramos, es la Relatividad General (RG). Conceptualmente, las ecuaciones de la RG son sencillas: geometría = materia, es decir, la distribución de materia determina la curvatura del espaciotiempo; se puede decir que la gravedad es la dinámica del espaciotiempo. Como teoría del campo gravitatorio, la RG es la base de cualquier consideración cosmológica o astronómica; por ejemplo, da cuenta del perihelio anómalo de Mercurio, inexplicable por la mecánica newtoniana. Pero también tiene consecuencias inesperadas, desde filosóficas, pues invalida el apriorismo kantiano sobre la pretendida naturaleza euclídea del espacio (y de paso cuestiona cualquier otro conocimiento a priori), hasta otras bien mundanas: la precisión del GPS sería imposible sin la RG. De hecho, si los aparatos que utilizamos indicaran el nombre del científico cuyos descubrimientos permiten su funcionamiento, el de Einstein sería omnipresente.
Todos los grandes avances de la física moderna -relatividad, teoría cuántica, cosmología- nacieron en el primer tercio del siglo XX. Las contribuciones de Einstein a esos campos fueron mayores que las de cualquier otro científico. También se equivocó alguna vez, claro, incluso por juzgar erróneo lo que no lo era. Su oposición inicial a la expansión del universo le movió a introducir en 1917 la famosa constante cosmológica, en el lado geométrico de las ecuaciones de la RG, para describir un universo estático, entonces la creencia más común hasta que la Ley de Hubble de 1929 (predicha por Georges Lemaître) mostró la expansión del universo. Según manifestó Einstein a George Gamow, esa constante fue “el mayor error de su vida”. Pero el verdadero error de Einstein no fue introducirla, sino no apreciar que su solución estática no era válida como tal por ser inestable. Hoy, la constante cosmológica ha resurgido en el lado derecho de las ecuaciones de la RG (materia) como la ‘energía oscura’ que forma un 70% del universo y que es responsable de la aceleración de su expansión, observada en 1998. Sin embargo, conocer la verdadera naturaleza de la constante cosmológica y ajustar su valor constituye un reto fundamental. Tampoco acertó Einstein en su manifiesta hostilidad a los agujeros negros (hoy menos negros por la radiación de Hawking, resultado de considerar aspectos cuánticos), quizá porque indicaban que su teoría de la RG no era definitiva. Al margen de anticipaciones newtonianas y de importantes contribuciones basadas en la RG de Karl Schwarzschild, Lemaître, Chandrasekhar y otros, la física de los agujeros negros (cuyo nombre, de 1968, se debe a John A. Wheeler) comienza en 1939 con el estudio del colapso estelar por Robert Oppenheimer (el futuro director científico del proyecto Manhattan) y Hartland Snyder. Hoy hay evidencia de numerosos agujeros negros; por ejemplo, hay uno supermasivo en el centro de nuestra galaxia (la Vía Láctea), Sagitario A* o Sgr A*, con una masa de cuatro millones de soles.
Finalmente, aunque Einstein observó que sus ecuaciones de la RG daban lugar a ondas gravitatorias (como las de Maxwell a ondas electromagnéticas), cuestionó su existencia: en 1974 fueron observadas indirectamente estudiando el púlsar binario PSR B1913+16. Hoy se intenta detectar directamente las ondas gravitatorias primordiales producidas tras el Big Bang, lo que permitirá comprobar aspectos esenciales de la gravedad y de la expansión del universo en sus inicios, antes del origen de la radiación de fondo. Ésta comenzó su viaje 380.000 años tras el Big Bang, cuando el universo se hizo transparente; es, por tanto, la luz más antigua del cosmos. Pero éste ya lo era antes para las ondas gravitacionales que, por tanto, permitirán ‘ver’ el universo en sus comienzos, con anterioridad a las imágenes proporcionadas por la astronomía óptica y la radioastronomía.
Como es natural, Einstein no fue ajeno a su tiempo: la física de las partículas elementales, esencial en muchos avances, no se había desarrollado todavía. Sus fracasados intentos de aunar la gravedad y el electromagnetismo, quizá condicionados por su disgusto ante la mecánica cuántica ‘ortodoxa’, hubieran seguido hoy otras vías. Ese rechazo surgía porque, pese a sus ecuaciones deterministas, la mecánica cuántica presenta aspectos probabilísticos: la función de onda, cuya evolución sí es determinista, no es lo directamente observable, siendo en el proceso la medida donde entran las probabilidades. Por ello, Einstein creía –frente a Bohr y Heisenberg, los padres de la interpretación ‘ortodoxa’ de Copenhague de la mecánica cuántica- que ésta no proporcionaba una descripción completa de la realidad física: “Dios no juega a los dados”, decía. Esa íntima convicción, siempre mantenida, contribuyó a su progresivo aislamiento científico. Pero hoy, sin embargo, el problema de la medida en la mecánica cuántica continúa siendo un reto. La independencia de criterio de Einstein, que tan útil le había sido, le indujo a continuar solo su camino. De hecho, Einstein fue un solitario personal y científicamente; por eso no dejó escuela, como otros físicos muy originales como Paul Dirac o Richard Feynman, también premios Nobel. “Quizá me he ganado el derecho a cometer mis propios errores” ironizó Einstein en alguna ocasión. Pero ni todos fueron tales, ni rebajaron un ápice su estatura científica: nadie, ni siquiera él, podía acertar siempre ante problemas tan profundos como los que ocuparon su mente.
Einstein gozó de una extraordinaria popularidad, sobre todo tras la confirmación en 1919 de la desviación de luz estelar por el Sol que predecía su RG. Asediado por periodistas y fotógrafos, llegó a comentar que su profesión era la de ‘modelo masculino’ y, como si de un moderno oráculo se tratase, no rehuía responder a las preguntas más dispares. En el ámbito familiar, sin embargo, el Einstein europeo no alcanzó cotas elevadas: ni siquiera su dedicación a la ciencia permite excusar algunos aspectos de su comportamiento. En lo social, Einstein se inclinaba por la socialdemocracia, mostrando una gran preocupación e integridad; como dijo C.P. Snow, era unbudgeable (inamovible). También tuvo que enfrentarse a situaciones extremas: el 2-VIII-1939 abandonó su probado antibelicismo para escribir al presidente Roosevelt la carta que contribuyó a iniciar el proyecto Manhattan y, finalizada la guerra, regresó a sus convicciones pacifistas. En 1959, días antes de su muerte y en plena guerra fría, firmó un manifiesto con Bertrand Russell que daría lugar a las conferencias de Pugwash. Su conciencia determinó su conducta pública: censuró el régimen de Stalin, la segregación racial en Estados Unidos como “enfermedad de los blancos, no de los negros” y criticó el Macartismo, al que oponía la resistencia civil. En 1952 Einstein rechazó la presidencia de Israel: “conozco algo sobre la Naturaleza, pero prácticamente nada sobre los hombres”, sentenció. Aceptada literalmente, esa afirmación podría explicar su bienintencionada pero utópica creencia en la necesidad de un gobierno universal; hubiera sido interesante conocer su opinión, si llegó a leerlo, sobre el 1984 de Orwell, quien tenía una visión mucho más sombría de los supergobiernos. Quizá las bases evolutivas de la naturaleza humana, poco proclives al ideal rousseauniano del buen salvaje, o la teoría de la evolución en general, no suscitaron el interés de Einstein; sí habían atraído antes –y mucho- al gran físico Ludwig Boltzmann, 35 años mayor que Einstein y admirado por éste.
Ante los logros einsteinianos cabe la misma admiración que Feynman expresó ante las ecuaciones de Maxwell: “con el paso del tiempo, incluso la guerra civil americana quedará reducida a una insignificancia provinciana comparada con este descubrimiento de la misma época”. En los cien años transcurridos desde la RG, la física ha realizado grandes avances en el camino de la unificación de sus leyes y de la geometrización de la Naturaleza que el propio Einstein trazó. Los problemas fundamentales que él no pudo resolver determinan todavía las fronteras del conocimiento. Muchos físicos consideran que la estructura de la mecánica cuántica, que nunca le satisfizo, aún no es definitiva; Einstein contemplaría hoy el desarrollo de la segunda revolución cuántica con gran interés (y una sonrisa). La gravedad cuántica, necesaria unión de dos teorías aún inmiscibles, espera la llegada de un nuevo Einstein; entretanto se rastrean sus pistas en los orígenes del universo, desde observatorios en el polo Sur y con el satélite Planck. Estas nuevas medidas de la radiación cósmica de fondo están poniendo a prueba los modelos de inflación (la brevísima expansión exponencial del universo primitivo) y su conexión con la física de partículas, la gravedad cuántica y, quizá, hasta con la teoría de cuerdas. Así se podrá ir más allá de la teoría de la RG de Einstein que, por no ser cuántica, ha de considerarse como una aproximación de una teoría más completa. Por todo ello, ante la envergadura de los retos planteados y la frecuente banalización del conocimiento y la Cultura, cabe concluir recordando lo que el propio Einstein afirmó en 1952 y le es aplicable a él mismo: “sólo hay unas cuantas personas ilustradas con una mente lúcida y un buen estilo en cada siglo. Su legado es uno de los tesoros más preciados de la humanidad…No hay nada mejor para superar la presuntuosidad modernista”.
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